Los cuatro años de la niña, y aquellos ojazos capaces de tumbar un imperio entraron sigilosamente en la estancia. Al fondo, de espaldas a la puerta, el tío Fred se estrujaba la cabeza y se atusaba nerviosamente los frondosos bigotes, sentado en su escritorio. La visitante tocó repetidamente el antebrazo del filósofo
-Tío Fred…
-¿Qué, vida mía?
-Tío Fred…
-¿Qué, vida mía?