martes, 7 de octubre de 2008

Toda la mentira sobre el Colegio Mayor Peñafiel




Damas y caballeros: arrellánense un poco más en sus butacas de aéreo terciopelo. Que todos los miopes se quiten las gafas, y las presten por un momento a los de ojos sanos, a fin de que todos veamos torcido y borroso, lo que antes estaba nítido y claro, con sus aristas –y sus ángulos– perfectamente dibujados. Voy a contar la mentira más cierta de la historia, porque consta en la historia la verdad más falsa jamás contada. Ya conocen ustedes este mundo: la fuerza de gravedad son 9.8 Newton de sinestesia; de sinestesia sin anestesia.

Llegué una tarde de calor, con mi mula peluda y el alma desnuda «de asfalto y de bibliografía». Una maleta pequeña, de vagabundo, en la que al partir me cupieron sólo cuatro cosas: un «pa’ volar, volar. Y dejarse de andares/ Eso pa’ los aviones, que más que ruido no hacen», que me dio mi padre, metido en los bolsillos del aire; diecisiete atardeceres sobre el mar, en una cajita de arce; unos compases de Satie metidos sin intención en el diafragma; y en una pitillera acerada, la sonrisa de mi madre. Hoy me tuve que comprar una maleta más grande, porque vuelo a diario junto a mi padre, veo el mar en los ladrillos, charlo con Satie cuando muere la tarde, y cuando veo que nadie me mira, sonrío como mi madre. Viví tan mal como los Ángeles, y tan bien como los mártires. Viviré peor ayer, de lo que viví mañana. Viví, en definitiva, como me dio la gana. Puedo ser un hijo puta, pero mi madre es una santa; puedo ser un ciego egoísta, pero lo que doy… Lo que doy no me lo quita nadie.

Y aprendí: sobre todo aprendí. Aprendí que no soy sólo un DNI, a Dios gracias; que la libertad no tiene más misterio que ser libre. Que los puños sólo son algo que sostiene los codos; y que la frivolidad no es otra cosa que los domingos sin los lunes. Aprendí también que el hombre no se entiende estudiando el cáncer; que se pueden limpiar suelos con jirones del alma, con jirones de cielo, silenciosos: gracias. Que la culpa de la tormenta no la tiene el cielo: la tienen, si acaso, las nubes. Aprendí a tener pánico a amar con miedo, y a darme cuenta de que risa y llanto son en realidad una misma cosa. Y podría seguir contando, pero a partir de aquí son todo cosas buenas, que no merece la pena contar.

Y podrán ustedes decir: “muy bonito, pero seguro que no es oro todo lo que reluce”, y les doy la razón: el verdadero oro carece de brillo; eso, también lo aprendí en Peñafiel. No sé dónde estaré cuando vengan por mí, pero al que venga a buscarme le enseñaré orgulloso, como se enseña una condecoración, aquellos fugacísimos 94.608.000 segundos gastados entre aquellas paredes. Noventa y cuatro millones de segundos vividos de la mano de unos nombres y apellidos gigantes, surcando entre risas –entre muchas risas–, el océano infinito de mis pies en el suelo.

1 comentario:

Unknown dijo...

Me da palo escribir en tu espacio de alta literatura por si te bajo el nivel. Pero no me va a quedar más remedio que hacerlo y además hacerlo para felicitarte. Creo que desde el Alfanhuí de Sánchez Ferlosio no se había escrito algo de tal calidad en la prosa lírica.